El Cibao

El carnaval de aquellos días, tan inmenso y exuberante como la misma isla

Puro Carnaval

En el corazón de la ciudad, donde el bullicio de la vida cotidiana se disuelve en la brisa del Caribe, se celebraba el carnaval más esperado del año. Los colores se desbordaban por las calles, las máscaras cubrían rostros y las comparsas desfilaban con un ritmo frenético que contagiaba a todos. El Carnaval, en su máxima expresión, se había convertido en una fiesta incontrolable, donde el tiempo parecía retroceder, devolviendo a los hombres y mujeres a una época primitiva de pura emoción.

El carnaval de aquellos días, tan inmenso y exuberante como la misma isla, era mucho más que una celebración de la vida y la cultura popular: era un espejo de la sociedad, un reflejo de sus contradicciones. En medio de la algarabía, se tejían historias no contadas de luchas, de desposeídos, de los que no podían vestir sus mejores ropas, pero que en ese instante eran reyes, danzando al ritmo de la música.

Durante ese carnaval, los vestigios de la tradición africana se mezclaban con el folklore español, mientras que los habitantes de la ciudad se sumergían en un sinfín de personajes que iban desde los diablos cojuelos hasta los animados cabezones. Los barrios se transformaban en un desfile continuo de alegría y caos. Las calles de la vieja ciudad, donde las sombras de la opresión aún se proyectaban, se convertían en un espacio de libertad, aunque temporal, en el que las identidades se transformaban y los problemas sociales quedaban atrás, al menos por un rato.

En ese contexto, el carnaval no solo era una fiesta de disfraces y danzas; era un escape de la realidad. Un lugar donde se cruzaban las historias de los más humildes, los olvidados y los poderosos. Los personajes del carnaval, aquellos que personificaban lo grotesco y lo sublime, eran una crítica sutil, pero evidente, a la estructura de poder que oprimía a las clases bajas. El pueblo no solo se despojaba de su miedo, sino también de las cadenas invisibles que lo mantenían atado a una realidad dura y desigual.

Yoryi Morel, con su aguda visión crítica, nunca dejó de lado su preocupación por la desigualdad social. Sus ojos observaban con atención cómo los disfraces de los ricos se confundían con los de los pobres, pero el brillo de los primeros, el lujo en sus trajes, no podía esconder la profunda división que existía entre ambos mundos. El carnaval, para él, era la gran ironía de la vida: un espacio de liberación donde todos parecían iguales, pero donde las estructuras de poder nunca desaparecían.

En las noches cálidas de carnaval, cuando la ciudad se llenaba de risa y música, las luces brillaban sobre el rostro de un pueblo que, por un instante, olvidaba sus luchas cotidianas. Sin embargo, al final de cada desfile, cuando el último tambor callaba y las máscaras se caían, la realidad regresaba, y con ella, el mismo contexto de lucha que Yoryi Morel no dejaba de denunciar.

Era un carnaval puro, sí, lleno de vida, pero también un carnaval en el que la esperanza de un cambio, de una transformación verdadera, seguía siendo la máscara más difícil de encontrar.

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